Una lección importante
Entre los
maestros de karate que encontré esporádicamente, se contaba Matsumura,
protagonista de la famosa historia en la que se relata cómo derrotó a otro
experto karateka sin dar ni siquiera un golpe. La historia es tan popular que
ya pertenece a la leyenda. Sin embargo, me gustaría repetirla aquí, pues es un
magnífico ejemplo del verdadero significado del karate.
La historia
comienza en el humilde taller de un artesano de Naha que se ganaba la vida
grabando dibujos en objetos de uso diario. Aunque ya pasaba de los cuarenta
años, conservaba todo el vigor de la juventud: tenía el cuello de un toro, el
mentón prominente, la tez bronceada como el cobre y debajo de la manga corta de
su kimono se podían apreciar unos músculos bien torneados. Aun tratándose de un
modesto artesano, sin duda era un hombre a tener en consideración.
Un día entró
en su tienda un personaje de aspecto totalmente distinto, pero en el que
también se distinguía claramente el espíritu de un gran guerrero. Más joven que
el grabador, no tendría más de treinta años, su apariencia física, aunque menos
voluminosa que la de aquél, era asimismo imponente. Muy alto, mediría al menos
1,85 metros, su rasgo más notable eran los ojos: agudos y penetrantes como los
de un águila. Sin embargo, cuando entró en el pequeño taller del artesano
estaba pálido y parecía abatido.
Con voz
apagada pidió que le grabara la cazoleta de su larga pipa.
Mientras
sujetaba la pipa entre sus manos, el grabador le dijo, de forma muy educada, ya
que su categoría social era claramente inferior a la del visitante: “Perdone,
señor ¿no es usted Matsumura, el profesor de karate?”.
“Sí”, fue la
lacónica respuesta. “¿Por qué?”.
“Bueno, sabía
que no podía equivocarme. Desde hace mucho tiempo aguardo la oportunidad de
entrenar con usted”.
Pero el joven
replicó conciso: “Lo siento, pero ya no enseño karate”.
El grabador,
sin embargo, insistió: “Usted enseña al mismísimo Hanshu (*). ¿No? Todo el
mundo sabe que es el mejor instructor de karate de esas tierras”.
“Es cierto que
le he enseñado”, contestó el joven amargamente, “pero no acostumbro a enseñar a
otros. Y ahora mismo tampoco lo hago con él. A decir verdad”, se lamentó,
“estoy hastiado, harto del karate”.
“No es
posible”, exclamó el grabador. “¿Cómo es posible que un hombre de su talla
pueda estar harto del karate?”.
“Me trae sin
cuidado enseñar karate o no al Hanshu. Además, fue precisamente por tratar de
enseñarle karate por lo que perdí mi empleo”, murmuró el joven.
“No
comprendo”, dijo el grabador, “todo el mundo sabe que usted es el mejor
instructor, y si ahora no le enseña, ¿quién lo hará? Seguramente nadie le podrá
sustituir”
“Verdaderamente
conseguí aquel puesto gracias a mi reputación. Pero el Hanshu era un mal
alumno. Descuidaba perfeccionar su técnica, que a pesar de mis esfuerzos era
muy tosca. Pude haberlo pasado por alto, pero, por el contrario, intenté
mostrarle alguno de sus puntos débiles y le pedí que me atacara con todas sus
fuerzas. Así lo hizo, lanzándome una patada a doble altura (Nidan geri). Era perfectamente capaz de realizar esta técnica,
pero no es necesario decirle que sólo un novato abriría su guardia con una
patada doble, al enfrentarse con un adversario que se sabe mucho más experto”.
“Decidí
aprovecharme de su error y darle una lección de la que estaba muy necesitado.
Como sabrá, un combate de karate es una cuestión de vida o muerte y una vez que
has cometido un error es ya imposible de reparar. Pero él no debía saberlo
todavía, así que, decidido a enseñarle esta verdad, bloqueé inmediatamente su
doble patada con el canto de mi mano y lo lancé por los aires. Pero antes de
que chocara contra el suelo le empujé, enviándolo a cinco metros, hecho un
ovillo”.
“¿Resultó
gravemente herido?”, preguntó el grabador.
“Todos los
sitios donde le golpeé: el hombro, la mano, la pierna, quedaron amoratados”.
Después de un momento de silencio, el joven continuó: “Durante un buen rato no
pudo siquiera levantarse del suelo”.
“¡Qué
horror!”, exclamó el artesano. “Naturalmente, le habrán reprendido”.
“Desde luego,
me ordenaron marcharme inmediatamente y no volver hasta nuevo aviso”.
“Comprendo”,
dijo pensativo el grabador. “Pero seguramente le perdonará”.
“Creo que no,
pues ya han pasado cien días desde aquello y no he vuelto a saber nada de él.
Me han dicho que todavía está muy enfadado conmigo, y piensa que soy demasiado
arrogante. No, dudo mucho que me perdone.”. “¡Ah! – murmuró el maestro-. Mejor
habría sido no intentar enseñar karate al Hanshu…, hubiera sido mucho mejor que
ni yo mismo aprendiera karate”.
“Eso es una
insensatez”, dijo el artesano. “En la vida de todos los hombre hay altibajos.
Pero, aunque ya no le enseñe karate, por qué no lo hace conmigo?”, añadió.
“No”, dijo
Matsumura conciso. “Ya no enseño karate. De todas formas, ¿por qué un hombre de
su experiencia querría estudiar conmigo?”. - Matsumura estaba en lo cierto, el
grabador tenía una gran reputación de experto karateka, tanto en Naha como en
Shuri.
“Quizá haya
más de una razón, pero francamente, siendo curiosidad por saber cómo enseña
karate”.
¿Había algo en
su tono de voz que molestó al joven? ¿Era una arrogancia pedir al profesor de
Hanshu que enseñara a un artesano? Ofendido, Matsumura contestó irritado: “¡No
insista! No lo volveré a repetir. ¡No quiero enseñar karate!”.
“Entonces”,
dijo el grabador menos educadamente que al principio. “Si se niega a enseñarme,
¿se negaría también a combatir?”.
“¿Qué dice”,
exclamó Matsumura incrédulo. “¿Quiere combatir conmigo? ¿Conmigo?, repitió.
“Exacto, ¿por
qué no? En un combate no hay distinciones de clase. Más aún, si ya no eres
profesor del Hanshu no necesita su permiso para que peleemos. Y puedo
asegurarte que cuidaré mis piernas y hombros mejor que él lo hizo”, ahora tanto
sus palabras como su tono de voz podían calificarse de insolentes.
“Sé que es un
buen karateka, aunque no tengo idea hasta qué punto, pero ¿no cree que ha ido
demasiado lejos? No se trataría de un juego, sería una cuestión de vida o
muerte. ¿Está preparado para morir?”.
“¡Lo estoy!”,
contestó.
“Entonces me
hará feliz complacerle”, dijo Matsumura.
“Nadie puede
conocer el futuro, pero hay un viejo refrán que dice: si dos tigres pelean, uno
resultará herido, pero el otro morirá. Así que, tanto si gana como si pierde no
regresará a casa ileso. La hora y el lugar las dejo a su elección”, concluyó
Matsumura.
El grabador
sugirió las cinco de la madrugada de la mañana siguiente y Matsumura aceptó.
El patio del
palacio Kimbu fue el lugar elegido, situado detrás del de Tama.
A las cinco en
punto, los dos hombres se encontraron frente a frente, separados unos 19
metros. El grabador hizo el primer movimiento, cerrando a medias sus puños,
lanzó el izquierdo en posición gedan, mientras que el derecho permaneció a la
altura de la cadera. Matsumura, levantándose de la roca donde se sentaba, se
enfrentó a su oponente adoptando la posición natural (shizen tai), con la
barbilla apoyada en su hombro izquierdo.
Desconcertado
por la postura de su adversario, el artesano se preguntaba si habría perdido el
juicio, ya que aquella posición no parecía ofrecer ninguna posibilidad de
defensa. Así que se preparó para lanzar el primer ataque. En ese preciso
momento Matsumura abrió los ojos y miró profundamente a su contrario. Este cayó
hacia atrás, empujado por lo que sintió como un rayo de luz. Matsumura no movió
un músculo, permaneciendo de pie, en su sitio, aparentemente indefenso.
El sudor
bañaba su frente y sus axilas. Su corazón latía aceleradamente. Se sentó en una
roca cercana y Matsumura hizo lo mismo.
“¿Qué me está
pasando?, murmuró el grabador para sí mismo. “¿Por qué todo este sudor? ¿Por
qué mi corazón late tan ferozmente? Si aún no hemos intercambiado ni un solo
golpe…
Entonces
escuchó la voz de Matsumura: “¡Eh, vamos! ¡Está amaneciendo! ¡Sigamos!”.
Ambos se
levantaron y Matsumura se colocó en la misma postura anterior. El grabador, por
su parte, decidido a finalizar esta vez su ataque, avanzó hacia su oponente, 3
metros, y allí se detuvo, incapaz de continuar, inmovilizado por la fuerza
intangible que emanaba de los ojos de Matsumura. Sus propios ojos perdieron el
brillo, fascinados por el resplandor de los de Matsumura. Al mismo tiempo,
incapaz de apartar su vista de la de su oponente. Sabía que si se movía
ocurriría algo terrible.
¿Cómo librarse
de este hechizo? Repentinamente dio un grito, un kiai que sonó como un latigazo
y retumbó a través del cementerio, siendo devuelto por el eco de las colinas
próximas. Pero Matsumura permaneció inmóvil. Ante esto, el grabador retrocedió
de nuevo espantado.
El maestro
Matsumura sonrió: “¿Qué ocurre? ¿Por qué no atacas? No puedes pelear sólo con
gritos”.
“No entiendo”,
contestó. “Nunca había perdido un combate. Y ahora…”. Después de un momento de
silencio levantó la cabeza y dijo a Matsumura: “Si, continuemos. El resultado
del combate ya está decidido, lo sé, pero finalicémoslo. Si no fuese así
perdería mi dignidad y antes prefiero morir. Te advierto, voy a atacarte con un
sutemi (lo cual indicaba su deseo de
luchar hasta el final)”.
“Bien”,
contestó Matsumura. “Adelante”.
“Entonces te pido
que me perdones”, dijo el artesano iniciando el ataque, pero en ese preciso
momento, de la garganta de Matsumura surgió un grito que al grabador le sonó
como un trueno. De la misma forma que la energía de su mirada lo había
inmovilizado, el atronador grito de Matsumura lo paralizó. El artesano
descubrió que no se podía mover, realizó un último y febril intento de comenzar
el ataque, cayendo indefectiblemente al suelo, derrotado. Unos metros más allá,
la cabeza de Matsumura se le apareció al postrado grabador nimbada por el sol
naciente, como la de un antiguo dios exterminador de dragones y demonios.
“¡Me rindo!”,
gritó el pobre artesano. “¡Me rindo!”.
“¡Qué!”,
exclamó Matsumura, “esa no es la forma de hablar de un karateka”.
“¡Fue una
locura desafiarte!”, dijo el grabador levantándose del suelo. ¡El resultado era
obvio desde el primer momento. Me siento avergonzado. No hay punto de
comparación entre tu saber y el mío”. “Nada de eso”, replicó Matsumura
gentilmente. “Tu espíritu de lucha es excelente, y creo que posees un gran
nivel de conocimiento. Si lucháramos ahora, me podrías vencer perfectamente”.
“Me adulas”,
dijo el grabador. “El hecho es que me sentí absolutamente indefenso cuando te
miré. Quedé tan espantado ante tus ojos que perdí totalmente el espíritu de
lucha que tenía”.
La voz de
Matsumura se tornó más suave cuando dijo: “Tal vez la diferencia entre nosotros
estaba en que, mientras tú estabas decidido a ganar, yo lo estaba a morir si
perdía. Esa fue la verdadera diferencia”.
“Escucha”,
continuó. “Cuando ayer entré en tu tienda me sentía desgraciado porque el
Hanshu me había reprendido. Cuando me desafiaste estaba preocupado por eso,
pero una vez que me decidí a combatir todas mis preocupaciones desaparecieron
repentinamente. Me di cuenta que estaba obsesionado por cosas sin importancia –
con detalles técnicos, con la forma de enseñar, con adular al Hanshu -. Estaba
preocupado por mantener un puesto”.
“Hoy soy un
hombre más sabio que ayer. Soy un ser humano y como tal, una criatura
vulnerable e imperfecta, después de morir regresaré a los elementos – a la
tierra, el agua, el fuego, el viento, el aire -. La materia es ilusión. Todo es
vanidad. Somos como la hierba, cómo los árboles del bosque, creaciones de
Universo y el espíritu del Universo ni vive ni muere. La vanidad es el único
obstáculo para la vida”.
Diciendo esto,
guardó silencio. El grabador también permaneció callado, reflexionando sobre la
lección que había recibido. A partir de entonces, cuando contaba esta historia
a sus amigos, siempre describía a su oponente como un hombre verdaderamente
grande.
Por lo que
respecta a Matsumura, pronto recuperó el puesto de instructor personal del jefe
del clan, el Hanshu.
Extraído del
libro ‘Karate Do. Mi camino’ del maestro Gichin Funakoshi.
(*) Hanshu: Jefe del clan de la
aristocracia de los territorios feudales, que floreció durante el periodo Edo.
Increíble.
ResponderEliminarGran historia para reflexionar sobre el verdadero camino y los valores a seguir.
Gracias Sifu.