domingo, 7 de agosto de 2016

SIN ARMAS

Una lección importante

Entre los maestros de karate que encontré esporádicamente, se contaba Matsumura, protagonista de la famosa historia en la que se relata cómo derrotó a otro experto karateka sin dar ni siquiera un golpe. La historia es tan popular que ya pertenece a la leyenda. Sin embargo, me gustaría repetirla aquí, pues es un magnífico ejemplo del verdadero significado del karate.


La historia comienza en el humilde taller de un artesano de Naha que se ganaba la vida grabando dibujos en objetos de uso diario. Aunque ya pasaba de los cuarenta años, conservaba todo el vigor de la juventud: tenía el cuello de un toro, el mentón prominente, la tez bronceada como el cobre y debajo de la manga corta de su kimono se podían apreciar unos músculos bien torneados. Aun tratándose de un modesto artesano, sin duda era un hombre a tener en consideración.
Un día entró en su tienda un personaje de aspecto totalmente distinto, pero en el que también se distinguía claramente el espíritu de un gran guerrero. Más joven que el grabador, no tendría más de treinta años, su apariencia física, aunque menos voluminosa que la de aquél, era asimismo imponente. Muy alto, mediría al menos 1,85 metros, su rasgo más notable eran los ojos: agudos y penetrantes como los de un águila. Sin embargo, cuando entró en el pequeño taller del artesano estaba pálido y parecía abatido.
Con voz apagada pidió que le grabara la cazoleta de su larga pipa.
Mientras sujetaba la pipa entre sus manos, el grabador le dijo, de forma muy educada, ya que su categoría social era claramente inferior a la del visitante: “Perdone, señor ¿no es usted Matsumura, el profesor de karate?”.
“Sí”, fue la lacónica respuesta. “¿Por qué?”.
“Bueno, sabía que no podía equivocarme. Desde hace mucho tiempo aguardo la oportunidad de entrenar con usted”.
Pero el joven replicó conciso: “Lo siento, pero ya no enseño karate”.
El grabador, sin embargo, insistió: “Usted enseña al mismísimo Hanshu (*). ¿No? Todo el mundo sabe que es el mejor instructor de karate de esas tierras”.
“Es cierto que le he enseñado”, contestó el joven amargamente, “pero no acostumbro a enseñar a otros. Y ahora mismo tampoco lo hago con él. A decir verdad”, se lamentó, “estoy hastiado, harto del karate”.
“No es posible”, exclamó el grabador. “¿Cómo es posible que un hombre de su talla pueda estar harto del karate?”.
“Me trae sin cuidado enseñar karate o no al Hanshu. Además, fue precisamente por tratar de enseñarle karate por lo que perdí mi empleo”, murmuró el joven.
“No comprendo”, dijo el grabador, “todo el mundo sabe que usted es el mejor instructor, y si ahora no le enseña, ¿quién lo hará? Seguramente nadie le podrá sustituir”
“Verdaderamente conseguí aquel puesto gracias a mi reputación. Pero el Hanshu era un mal alumno. Descuidaba perfeccionar su técnica, que a pesar de mis esfuerzos era muy tosca. Pude haberlo pasado por alto, pero, por el contrario, intenté mostrarle alguno de sus puntos débiles y le pedí que me atacara con todas sus fuerzas. Así lo hizo, lanzándome una patada a doble altura (Nidan geri). Era perfectamente capaz de realizar esta técnica, pero no es necesario decirle que sólo un novato abriría su guardia con una patada doble, al enfrentarse con un adversario que se sabe mucho más experto”.
“Decidí aprovecharme de su error y darle una lección de la que estaba muy necesitado. Como sabrá, un combate de karate es una cuestión de vida o muerte y una vez que has cometido un error es ya imposible de reparar. Pero él no debía saberlo todavía, así que, decidido a enseñarle esta verdad, bloqueé inmediatamente su doble patada con el canto de mi mano y lo lancé por los aires. Pero antes de que chocara contra el suelo le empujé, enviándolo a cinco metros, hecho un ovillo”.
“¿Resultó gravemente herido?”, preguntó el grabador.
“Todos los sitios donde le golpeé: el hombro, la mano, la pierna, quedaron amoratados”. Después de un momento de silencio, el joven continuó: “Durante un buen rato no pudo siquiera levantarse del suelo”.
“¡Qué horror!”, exclamó el artesano. “Naturalmente, le habrán reprendido”.
“Desde luego, me ordenaron marcharme inmediatamente y no volver hasta nuevo aviso”.
“Comprendo”, dijo pensativo el grabador. “Pero seguramente le perdonará”.
“Creo que no, pues ya han pasado cien días desde aquello y no he vuelto a saber nada de él. Me han dicho que todavía está muy enfadado conmigo, y piensa que soy demasiado arrogante. No, dudo mucho que me perdone.”. “¡Ah! – murmuró el maestro-. Mejor habría sido no intentar enseñar karate al Hanshu…, hubiera sido mucho mejor que ni yo mismo aprendiera karate”.
“Eso es una insensatez”, dijo el artesano. “En la vida de todos los hombre hay altibajos. Pero, aunque ya no le enseñe karate, por qué no lo hace conmigo?”, añadió.
“No”, dijo Matsumura conciso. “Ya no enseño karate. De todas formas, ¿por qué un hombre de su experiencia querría estudiar conmigo?”. - Matsumura estaba en lo cierto, el grabador tenía una gran reputación de experto karateka, tanto en Naha como en Shuri.
“Quizá haya más de una razón, pero francamente, siendo curiosidad por saber cómo enseña karate”.
¿Había algo en su tono de voz que molestó al joven? ¿Era una arrogancia pedir al profesor de Hanshu que enseñara a un artesano? Ofendido, Matsumura contestó irritado: “¡No insista! No lo volveré a repetir. ¡No quiero enseñar karate!”.
“Entonces”, dijo el grabador menos educadamente que al principio. “Si se niega a enseñarme, ¿se negaría también a combatir?”.
“¿Qué dice”, exclamó Matsumura incrédulo. “¿Quiere combatir conmigo? ¿Conmigo?, repitió.
“Exacto, ¿por qué no? En un combate no hay distinciones de clase. Más aún, si ya no eres profesor del Hanshu no necesita su permiso para que peleemos. Y puedo asegurarte que cuidaré mis piernas y hombros mejor que él lo hizo”, ahora tanto sus palabras como su tono de voz podían calificarse de insolentes.
“Sé que es un buen karateka, aunque no tengo idea hasta qué punto, pero ¿no cree que ha ido demasiado lejos? No se trataría de un juego, sería una cuestión de vida o muerte. ¿Está preparado para morir?”.
“¡Lo estoy!”, contestó.
“Entonces me hará feliz complacerle”, dijo Matsumura.
“Nadie puede conocer el futuro, pero hay un viejo refrán que dice: si dos tigres pelean, uno resultará herido, pero el otro morirá. Así que, tanto si gana como si pierde no regresará a casa ileso. La hora y el lugar las dejo a su elección”, concluyó Matsumura.
El grabador sugirió las cinco de la madrugada de la mañana siguiente y Matsumura aceptó.
El patio del palacio Kimbu fue el lugar elegido, situado detrás del de Tama.
A las cinco en punto, los dos hombres se encontraron frente a frente, separados unos 19 metros. El grabador hizo el primer movimiento, cerrando a medias sus puños, lanzó el izquierdo en posición gedan, mientras que el derecho permaneció a la altura de la cadera. Matsumura, levantándose de la roca donde se sentaba, se enfrentó a su oponente adoptando la posición natural (shizen tai), con la barbilla apoyada en su hombro izquierdo.


Desconcertado por la postura de su adversario, el artesano se preguntaba si habría perdido el juicio, ya que aquella posición no parecía ofrecer ninguna posibilidad de defensa. Así que se preparó para lanzar el primer ataque. En ese preciso momento Matsumura abrió los ojos y miró profundamente a su contrario. Este cayó hacia atrás, empujado por lo que sintió como un rayo de luz. Matsumura no movió un músculo, permaneciendo de pie, en su sitio, aparentemente indefenso.
El sudor bañaba su frente y sus axilas. Su corazón latía aceleradamente. Se sentó en una roca cercana y Matsumura hizo lo mismo.
“¿Qué me está pasando?, murmuró el grabador para sí mismo. “¿Por qué todo este sudor? ¿Por qué mi corazón late tan ferozmente? Si aún no hemos intercambiado ni un solo golpe…
Entonces escuchó la voz de Matsumura: “¡Eh, vamos! ¡Está amaneciendo! ¡Sigamos!”.
Ambos se levantaron y Matsumura se colocó en la misma postura anterior. El grabador, por su parte, decidido a finalizar esta vez su ataque, avanzó hacia su oponente, 3 metros, y allí se detuvo, incapaz de continuar, inmovilizado por la fuerza intangible que emanaba de los ojos de Matsumura. Sus propios ojos perdieron el brillo, fascinados por el resplandor de los de Matsumura. Al mismo tiempo, incapaz de apartar su vista de la de su oponente. Sabía que si se movía ocurriría algo terrible.
¿Cómo librarse de este hechizo? Repentinamente dio un grito, un kiai que sonó como un latigazo y retumbó a través del cementerio, siendo devuelto por el eco de las colinas próximas. Pero Matsumura permaneció inmóvil. Ante esto, el grabador retrocedió de nuevo espantado.
El maestro Matsumura sonrió: “¿Qué ocurre? ¿Por qué no atacas? No puedes pelear sólo con gritos”.
“No entiendo”, contestó. “Nunca había perdido un combate. Y ahora…”. Después de un momento de silencio levantó la cabeza y dijo a Matsumura: “Si, continuemos. El resultado del combate ya está decidido, lo sé, pero finalicémoslo. Si no fuese así perdería mi dignidad y antes prefiero morir. Te advierto, voy a atacarte con un sutemi (lo cual indicaba su deseo de luchar hasta el final)”.
“Bien”, contestó Matsumura. “Adelante”.
“Entonces te pido que me perdones”, dijo el artesano iniciando el ataque, pero en ese preciso momento, de la garganta de Matsumura surgió un grito que al grabador le sonó como un trueno. De la misma forma que la energía de su mirada lo había inmovilizado, el atronador grito de Matsumura lo paralizó. El artesano descubrió que no se podía mover, realizó un último y febril intento de comenzar el ataque, cayendo indefectiblemente al suelo, derrotado. Unos metros más allá, la cabeza de Matsumura se le apareció al postrado grabador nimbada por el sol naciente, como la de un antiguo dios exterminador de dragones y demonios.
“¡Me rindo!”, gritó el pobre artesano. “¡Me rindo!”.
“¡Qué!”, exclamó Matsumura, “esa no es la forma de hablar de un karateka”.
“¡Fue una locura desafiarte!”, dijo el grabador levantándose del suelo. ¡El resultado era obvio desde el primer momento. Me siento avergonzado. No hay punto de comparación entre tu saber y el mío”. “Nada de eso”, replicó Matsumura gentilmente. “Tu espíritu de lucha es excelente, y creo que posees un gran nivel de conocimiento. Si lucháramos ahora, me podrías vencer perfectamente”.
“Me adulas”, dijo el grabador. “El hecho es que me sentí absolutamente indefenso cuando te miré. Quedé tan espantado ante tus ojos que perdí totalmente el espíritu de lucha que tenía”.
La voz de Matsumura se tornó más suave cuando dijo: “Tal vez la diferencia entre nosotros estaba en que, mientras tú estabas decidido a ganar, yo lo estaba a morir si perdía. Esa fue la verdadera diferencia”.
“Escucha”, continuó. “Cuando ayer entré en tu tienda me sentía desgraciado porque el Hanshu me había reprendido. Cuando me desafiaste estaba preocupado por eso, pero una vez que me decidí a combatir todas mis preocupaciones desaparecieron repentinamente. Me di cuenta que estaba obsesionado por cosas sin importancia – con detalles técnicos, con la forma de enseñar, con adular al Hanshu -. Estaba preocupado por mantener un puesto”.
“Hoy soy un hombre más sabio que ayer. Soy un ser humano y como tal, una criatura vulnerable e imperfecta, después de morir regresaré a los elementos – a la tierra, el agua, el fuego, el viento, el aire -. La materia es ilusión. Todo es vanidad. Somos como la hierba, cómo los árboles del bosque, creaciones de Universo y el espíritu del Universo ni vive ni muere. La vanidad es el único obstáculo para la vida”.
Diciendo esto, guardó silencio. El grabador también permaneció callado, reflexionando sobre la lección que había recibido. A partir de entonces, cuando contaba esta historia a sus amigos, siempre describía a su oponente como un hombre verdaderamente grande.
Por lo que respecta a Matsumura, pronto recuperó el puesto de instructor personal del jefe del clan, el Hanshu.

Extraído del libro ‘Karate Do. Mi camino’ del maestro Gichin Funakoshi.


(*) Hanshu: Jefe del clan de la aristocracia de los territorios feudales, que floreció durante el periodo Edo.