Pero seamos lógicos; absoluta, total y fríamente lógicos: ¿cómo podemos pretender que unas "artes" destinadas a causar daño físico e incluso la muerte puedan, al mismo tiempo, proporcionar nada menos que desarrollo mental, moral y espiritual?
Atendamos una breve historia que, según me aseguran, es verídica.
Esta es la historia:
Un hombre viejo, menudo, de aspecto inofensivo a más no poder, recorre un día un solitario camino en el que, de pronto, aparece un gigantesco mocetón, cuyo tamaño es por lo menos el triple del anciano, y cuyo poderío físico es diez veces mayor.
En determinado momento, ambos se detienen frente a frente, en el estrecho camino.
- Apártate, anciano, o te aparto yo con mis puños -exige el joven.
- Tu falta de cortesía me apena, joven amigo. ¿No tienes en cuenta mi edad? Por respeto, deberías cederme el paso, pero ya veo que no piensas hacerlo. Y yo, por principios, no tengo la menor intención de apartarme.
- Entonces, prepárate a recibir el golpe. Podría matarte con él, pero me divertirá más dejarte vivo, para que durante el resto de tu vida te pongas a temblar cada vez que me recuerdes. ¿Insistes en no apartarte?
- Insisto.
- Entonces, prepárate.
- Estoy preparado, y aceptaré las consecuencias de mi decisión. Lo que siento es que no tendré la menor oportunidad de devolverte ese golpe.
- Por eso no te preocupes -sonrió el joven-: pega tú primero, y así quedarás en paz. Golpe por golpe.
- Te lo agradezco mucho -se inclinó el anciano.
Luego, con la punta de los dedos de la mano izquierda, dio un suave golpecito en cierta parte del abdomen del joven. Este se echó a reír.
- ¿Ya estás satisfecho, anciano?
- Sí, gracias. ¿Cómo te llamas?
- Honto. ¿Y tú?
- Yo soy Inoku, y vivo en la aldea que tengo a mi espalda.
- Muy bien. Se acabó la charla, viejo descarado. ¡Ahí va eso!
El golpe de Honto fue espantoso, y el viejo Inoku salió del camino volando. Cuando recuperó el conocimiento, prosiguió su ruta, dispuesto a terminar sus cometidos de aquel día, pese a lo maltrecho que había quedado.
Dos semanas más tarde, un hombre apareció por la aldea, buscando al viejo Inoku, al que encontró en su choza.
- Soy amigo de Honto, quien me ha dicho que te encontraría aquí, noble anciano. Honto está muy enfermo, se está muriendo... Y sabe que lo has matado tú.
- ¿Yo? -sonrió maliciosamente Inoku- ¡Qué absurdo!
- No es absurdo. Los dos lo sabemos. Y tú también. El día que le golpeaste en el camino, pusiste en su cuerpo la muerte lenta. Honto no sintió dolor entonces, pero ahora se está muriendo. ¿No quieres perdonarlo?
- Lo haré por esta vez -aceptó el anciano-. Vuelve con él y hazle kuatsu en la planta del pie izquierdo. Se repondrá muy pronto. Espero que haya aprendido la lección.
Repito la pregunta anterior: ¿cómo podemos pretender que unas "artes" destinadas a causar daño físico e incluso la muerte puedan, al mismo tiempo, proporcionar nada menos que desarrollo mental, moral y espiritual?
Para mí está clarísimo: un practicante de Artes Marciales sabe con cuanta facilidad se puede lastimar e incluso matar a otra u otras personas; consecuentemente, sabe con cuánta facilidad pueden dañarlo e incluso matarlo a él. Y tras alcanzar esta facilísima revelación haría falta ser verdaderamente bruto y estúpido para no ser víctima de la perplejidad, comenzar a hacerse preguntas, y, de modo tal vez remoto, como inadvertido, pero del todo inevitable, desarrollar un respeto por la Vida. Que acepte la muerte con valor y dignidad, que no tema a nada, que prefiera morir a vivir despreciándose a sí mismo, son cuestiones a discutir aparte y largamente.