lunes, 28 de noviembre de 2016

LAS FLORES DEL SAMURAI

La estirpe samurái de los Sagada llevaba siglos dominando la ciudad japonesa de Sendai. La sangre de esta familia guerrera se había derramado mil y una vez para defender su feudo; hasta ahora nadie había logrado invadirlo. Seikichi Sagada, 10º descendiente de esta ilustre y legendaria estirpe, era especialmente temido en muchas leguas a la redonda por su ferocidad, valentía y extraordinaria habilidad en combate. Sus hazañas eran recitadas por músicos y comediantes a lo largo y ancho de las islas niponas. Tal era su fama que no pasaba una semana sin que algún ronin (samurái itinerante) u otro guerrero llegara a su ciudad con objeto de retarle; ninguno regresó vivo de tal osadía.



Pero Sagada no era tan sólo un terrible luchador, también era poeta y filósofo. Con los años se fue introduciendo en la filosofía Zen y cada vez le repugnaba más empuñar la katana y verter sangre. Cuando alcanzó la edad de 60 años, decidió abandonar las armas, el poder (que delegó en su hijo mayor Tokisei) y retirarse a una vida de sosiego y meditación, lejos de los regueros de sangre que invariablemente teñía la tierra de su feudo. Así es como un día se afeitó el cráneo, se enfundó una simple túnica, unas sandalias y desapareció en el horizonte.


Coincidió con una época de relativa paz entre los belicosos daimios (señores feudales) japoneses, por lo que los samuráis, al carecer de batallas en las que forjar su espíritu guerrero, se dedicaban a provocar duelos a diestro y siniestro para poner a prueba el temple de su katana.  Mochi Kanden era uno de estos jóvenes samuráis que vagaban por toda la geografía insular en busca de retos que dieran brillo a su nombre. Se encontraba un día cabalgando por las duras montañas del norte, aterido por el frío, cuando se topó de frente con otro samurái aventurero.

-“Me llamo Mochi Kanden, hijo de Yasunari Kanden, del feudo de Nagasaki…” Gritó Mochi al desconocido. “¡Te reto a un duelo!”
- “Mi nombre es Nanto Yokozawa, hijo de Seishio Yokozawa, del feudo de Akita; me complacería aceptar tu reto pero mis designios son mucho más elevados. Llevo meses buscando al gran guerrero Seikichi Sagada para desafiarle, ahora sé que me hallo muy próximo a su lugar de retiro… Si insistes en probar el acero de mi katana primero deberás esperar a que derrote a Sagada.”

Mochi había escuchado desde su más tierna infancia las innumerables hazañas de Sagada por lo que, cuando supo que se hallaba cerca de su morada, sintió el irrefrenable deseo de retarle. Así, acordaron Mochi y Nanto que ambos buscarían a Sagada, le retarían y los supervivientes se retarían entre ellos.

Siguieron cabalgando, ascendiendo penosamente la ladera de la montaña hasta que avistaron una aldea. Allí preguntaron por la morada de Sagada y un pastor les respondió que se hallaba a medio día de marcha montaña arriba. “Yo me dirijo ahora hacia allá; si quieren pueden acompañarme.” Pero ambos samuráis tenían que respetar el protocolo de duelos y enviar un reto escrito al viejo guerrero. Se lo entregaron al pastor e hicieron noche en la aldea esperando la respuesta.

A la mañana siguiente regresó el pastor con la respuesta de Sagada: un ramo de flores silvestres. Nanto estalló en carcajadas y dijo: “Está claro que el viejo Sagada ya está senil o bien se ha vuelto un cobarde… ¡Un ramo de flores! Como si quisiera apaciguarnos. ¡Qué vergüenza! Una leyenda de la talla de Sagada arrastrándose a los pies de sus retadores, pidiendo perdón y clemencia con unas ridículas flores. Le haría el favor de segar limpiamente su deshonrada existencia, pero sería indigno desenfundar la katana ante un viejo tembloroso…” Nanto dejó de vociferar y jactarse cuando observó que Mochi, lívido como la muerte, miraba con ojos desorbitados el ramo de flores.


-“¿Qué ocurre?” Exclamó malhumorado.
-“Mira, hay que observar antes de hablar”. Respondió Mochi mostrándole el tallo de las flores: éstas habían sido cortadas con la katana. El corte era tan limpio y perfecto que pondría los pelos de punta a cualquier espadachín. El hombre que había cortado esas flores de tal tajo era sin duda invencible. Nadie, que se conociera, poseía tal habilidad.

Ambos samuráis montaron de nuevo sus caballos y descendieron cabizbajos la ladera de la montaña a la que jamás regresaron.


Desde aquel día, la fama del viejo Sagada creció. Todos empezaron a considerarle como invencible. Había llegado al nivel de ganar sin luchar. De hacerse entender sin hablar. De mostrar su habilidad sin necesidad de exhibiciones. De mantenerse en la vida del “Do” y la tradición, sin necesidad de matar…