lunes, 28 de noviembre de 2016

LAS FLORES DEL SAMURAI

La estirpe samurái de los Sagada llevaba siglos dominando la ciudad japonesa de Sendai. La sangre de esta familia guerrera se había derramado mil y una vez para defender su feudo; hasta ahora nadie había logrado invadirlo. Seikichi Sagada, 10º descendiente de esta ilustre y legendaria estirpe, era especialmente temido en muchas leguas a la redonda por su ferocidad, valentía y extraordinaria habilidad en combate. Sus hazañas eran recitadas por músicos y comediantes a lo largo y ancho de las islas niponas. Tal era su fama que no pasaba una semana sin que algún ronin (samurái itinerante) u otro guerrero llegara a su ciudad con objeto de retarle; ninguno regresó vivo de tal osadía.



Pero Sagada no era tan sólo un terrible luchador, también era poeta y filósofo. Con los años se fue introduciendo en la filosofía Zen y cada vez le repugnaba más empuñar la katana y verter sangre. Cuando alcanzó la edad de 60 años, decidió abandonar las armas, el poder (que delegó en su hijo mayor Tokisei) y retirarse a una vida de sosiego y meditación, lejos de los regueros de sangre que invariablemente teñía la tierra de su feudo. Así es como un día se afeitó el cráneo, se enfundó una simple túnica, unas sandalias y desapareció en el horizonte.


Coincidió con una época de relativa paz entre los belicosos daimios (señores feudales) japoneses, por lo que los samuráis, al carecer de batallas en las que forjar su espíritu guerrero, se dedicaban a provocar duelos a diestro y siniestro para poner a prueba el temple de su katana.  Mochi Kanden era uno de estos jóvenes samuráis que vagaban por toda la geografía insular en busca de retos que dieran brillo a su nombre. Se encontraba un día cabalgando por las duras montañas del norte, aterido por el frío, cuando se topó de frente con otro samurái aventurero.

-“Me llamo Mochi Kanden, hijo de Yasunari Kanden, del feudo de Nagasaki…” Gritó Mochi al desconocido. “¡Te reto a un duelo!”
- “Mi nombre es Nanto Yokozawa, hijo de Seishio Yokozawa, del feudo de Akita; me complacería aceptar tu reto pero mis designios son mucho más elevados. Llevo meses buscando al gran guerrero Seikichi Sagada para desafiarle, ahora sé que me hallo muy próximo a su lugar de retiro… Si insistes en probar el acero de mi katana primero deberás esperar a que derrote a Sagada.”

Mochi había escuchado desde su más tierna infancia las innumerables hazañas de Sagada por lo que, cuando supo que se hallaba cerca de su morada, sintió el irrefrenable deseo de retarle. Así, acordaron Mochi y Nanto que ambos buscarían a Sagada, le retarían y los supervivientes se retarían entre ellos.

Siguieron cabalgando, ascendiendo penosamente la ladera de la montaña hasta que avistaron una aldea. Allí preguntaron por la morada de Sagada y un pastor les respondió que se hallaba a medio día de marcha montaña arriba. “Yo me dirijo ahora hacia allá; si quieren pueden acompañarme.” Pero ambos samuráis tenían que respetar el protocolo de duelos y enviar un reto escrito al viejo guerrero. Se lo entregaron al pastor e hicieron noche en la aldea esperando la respuesta.

A la mañana siguiente regresó el pastor con la respuesta de Sagada: un ramo de flores silvestres. Nanto estalló en carcajadas y dijo: “Está claro que el viejo Sagada ya está senil o bien se ha vuelto un cobarde… ¡Un ramo de flores! Como si quisiera apaciguarnos. ¡Qué vergüenza! Una leyenda de la talla de Sagada arrastrándose a los pies de sus retadores, pidiendo perdón y clemencia con unas ridículas flores. Le haría el favor de segar limpiamente su deshonrada existencia, pero sería indigno desenfundar la katana ante un viejo tembloroso…” Nanto dejó de vociferar y jactarse cuando observó que Mochi, lívido como la muerte, miraba con ojos desorbitados el ramo de flores.


-“¿Qué ocurre?” Exclamó malhumorado.
-“Mira, hay que observar antes de hablar”. Respondió Mochi mostrándole el tallo de las flores: éstas habían sido cortadas con la katana. El corte era tan limpio y perfecto que pondría los pelos de punta a cualquier espadachín. El hombre que había cortado esas flores de tal tajo era sin duda invencible. Nadie, que se conociera, poseía tal habilidad.

Ambos samuráis montaron de nuevo sus caballos y descendieron cabizbajos la ladera de la montaña a la que jamás regresaron.


Desde aquel día, la fama del viejo Sagada creció. Todos empezaron a considerarle como invencible. Había llegado al nivel de ganar sin luchar. De hacerse entender sin hablar. De mostrar su habilidad sin necesidad de exhibiciones. De mantenerse en la vida del “Do” y la tradición, sin necesidad de matar…


domingo, 7 de agosto de 2016

SIN ARMAS

Una lección importante

Entre los maestros de karate que encontré esporádicamente, se contaba Matsumura, protagonista de la famosa historia en la que se relata cómo derrotó a otro experto karateka sin dar ni siquiera un golpe. La historia es tan popular que ya pertenece a la leyenda. Sin embargo, me gustaría repetirla aquí, pues es un magnífico ejemplo del verdadero significado del karate.


La historia comienza en el humilde taller de un artesano de Naha que se ganaba la vida grabando dibujos en objetos de uso diario. Aunque ya pasaba de los cuarenta años, conservaba todo el vigor de la juventud: tenía el cuello de un toro, el mentón prominente, la tez bronceada como el cobre y debajo de la manga corta de su kimono se podían apreciar unos músculos bien torneados. Aun tratándose de un modesto artesano, sin duda era un hombre a tener en consideración.
Un día entró en su tienda un personaje de aspecto totalmente distinto, pero en el que también se distinguía claramente el espíritu de un gran guerrero. Más joven que el grabador, no tendría más de treinta años, su apariencia física, aunque menos voluminosa que la de aquél, era asimismo imponente. Muy alto, mediría al menos 1,85 metros, su rasgo más notable eran los ojos: agudos y penetrantes como los de un águila. Sin embargo, cuando entró en el pequeño taller del artesano estaba pálido y parecía abatido.
Con voz apagada pidió que le grabara la cazoleta de su larga pipa.
Mientras sujetaba la pipa entre sus manos, el grabador le dijo, de forma muy educada, ya que su categoría social era claramente inferior a la del visitante: “Perdone, señor ¿no es usted Matsumura, el profesor de karate?”.
“Sí”, fue la lacónica respuesta. “¿Por qué?”.
“Bueno, sabía que no podía equivocarme. Desde hace mucho tiempo aguardo la oportunidad de entrenar con usted”.
Pero el joven replicó conciso: “Lo siento, pero ya no enseño karate”.
El grabador, sin embargo, insistió: “Usted enseña al mismísimo Hanshu (*). ¿No? Todo el mundo sabe que es el mejor instructor de karate de esas tierras”.
“Es cierto que le he enseñado”, contestó el joven amargamente, “pero no acostumbro a enseñar a otros. Y ahora mismo tampoco lo hago con él. A decir verdad”, se lamentó, “estoy hastiado, harto del karate”.
“No es posible”, exclamó el grabador. “¿Cómo es posible que un hombre de su talla pueda estar harto del karate?”.
“Me trae sin cuidado enseñar karate o no al Hanshu. Además, fue precisamente por tratar de enseñarle karate por lo que perdí mi empleo”, murmuró el joven.
“No comprendo”, dijo el grabador, “todo el mundo sabe que usted es el mejor instructor, y si ahora no le enseña, ¿quién lo hará? Seguramente nadie le podrá sustituir”
“Verdaderamente conseguí aquel puesto gracias a mi reputación. Pero el Hanshu era un mal alumno. Descuidaba perfeccionar su técnica, que a pesar de mis esfuerzos era muy tosca. Pude haberlo pasado por alto, pero, por el contrario, intenté mostrarle alguno de sus puntos débiles y le pedí que me atacara con todas sus fuerzas. Así lo hizo, lanzándome una patada a doble altura (Nidan geri). Era perfectamente capaz de realizar esta técnica, pero no es necesario decirle que sólo un novato abriría su guardia con una patada doble, al enfrentarse con un adversario que se sabe mucho más experto”.
“Decidí aprovecharme de su error y darle una lección de la que estaba muy necesitado. Como sabrá, un combate de karate es una cuestión de vida o muerte y una vez que has cometido un error es ya imposible de reparar. Pero él no debía saberlo todavía, así que, decidido a enseñarle esta verdad, bloqueé inmediatamente su doble patada con el canto de mi mano y lo lancé por los aires. Pero antes de que chocara contra el suelo le empujé, enviándolo a cinco metros, hecho un ovillo”.
“¿Resultó gravemente herido?”, preguntó el grabador.
“Todos los sitios donde le golpeé: el hombro, la mano, la pierna, quedaron amoratados”. Después de un momento de silencio, el joven continuó: “Durante un buen rato no pudo siquiera levantarse del suelo”.
“¡Qué horror!”, exclamó el artesano. “Naturalmente, le habrán reprendido”.
“Desde luego, me ordenaron marcharme inmediatamente y no volver hasta nuevo aviso”.
“Comprendo”, dijo pensativo el grabador. “Pero seguramente le perdonará”.
“Creo que no, pues ya han pasado cien días desde aquello y no he vuelto a saber nada de él. Me han dicho que todavía está muy enfadado conmigo, y piensa que soy demasiado arrogante. No, dudo mucho que me perdone.”. “¡Ah! – murmuró el maestro-. Mejor habría sido no intentar enseñar karate al Hanshu…, hubiera sido mucho mejor que ni yo mismo aprendiera karate”.
“Eso es una insensatez”, dijo el artesano. “En la vida de todos los hombre hay altibajos. Pero, aunque ya no le enseñe karate, por qué no lo hace conmigo?”, añadió.
“No”, dijo Matsumura conciso. “Ya no enseño karate. De todas formas, ¿por qué un hombre de su experiencia querría estudiar conmigo?”. - Matsumura estaba en lo cierto, el grabador tenía una gran reputación de experto karateka, tanto en Naha como en Shuri.
“Quizá haya más de una razón, pero francamente, siendo curiosidad por saber cómo enseña karate”.
¿Había algo en su tono de voz que molestó al joven? ¿Era una arrogancia pedir al profesor de Hanshu que enseñara a un artesano? Ofendido, Matsumura contestó irritado: “¡No insista! No lo volveré a repetir. ¡No quiero enseñar karate!”.
“Entonces”, dijo el grabador menos educadamente que al principio. “Si se niega a enseñarme, ¿se negaría también a combatir?”.
“¿Qué dice”, exclamó Matsumura incrédulo. “¿Quiere combatir conmigo? ¿Conmigo?, repitió.
“Exacto, ¿por qué no? En un combate no hay distinciones de clase. Más aún, si ya no eres profesor del Hanshu no necesita su permiso para que peleemos. Y puedo asegurarte que cuidaré mis piernas y hombros mejor que él lo hizo”, ahora tanto sus palabras como su tono de voz podían calificarse de insolentes.
“Sé que es un buen karateka, aunque no tengo idea hasta qué punto, pero ¿no cree que ha ido demasiado lejos? No se trataría de un juego, sería una cuestión de vida o muerte. ¿Está preparado para morir?”.
“¡Lo estoy!”, contestó.
“Entonces me hará feliz complacerle”, dijo Matsumura.
“Nadie puede conocer el futuro, pero hay un viejo refrán que dice: si dos tigres pelean, uno resultará herido, pero el otro morirá. Así que, tanto si gana como si pierde no regresará a casa ileso. La hora y el lugar las dejo a su elección”, concluyó Matsumura.
El grabador sugirió las cinco de la madrugada de la mañana siguiente y Matsumura aceptó.
El patio del palacio Kimbu fue el lugar elegido, situado detrás del de Tama.
A las cinco en punto, los dos hombres se encontraron frente a frente, separados unos 19 metros. El grabador hizo el primer movimiento, cerrando a medias sus puños, lanzó el izquierdo en posición gedan, mientras que el derecho permaneció a la altura de la cadera. Matsumura, levantándose de la roca donde se sentaba, se enfrentó a su oponente adoptando la posición natural (shizen tai), con la barbilla apoyada en su hombro izquierdo.


Desconcertado por la postura de su adversario, el artesano se preguntaba si habría perdido el juicio, ya que aquella posición no parecía ofrecer ninguna posibilidad de defensa. Así que se preparó para lanzar el primer ataque. En ese preciso momento Matsumura abrió los ojos y miró profundamente a su contrario. Este cayó hacia atrás, empujado por lo que sintió como un rayo de luz. Matsumura no movió un músculo, permaneciendo de pie, en su sitio, aparentemente indefenso.
El sudor bañaba su frente y sus axilas. Su corazón latía aceleradamente. Se sentó en una roca cercana y Matsumura hizo lo mismo.
“¿Qué me está pasando?, murmuró el grabador para sí mismo. “¿Por qué todo este sudor? ¿Por qué mi corazón late tan ferozmente? Si aún no hemos intercambiado ni un solo golpe…
Entonces escuchó la voz de Matsumura: “¡Eh, vamos! ¡Está amaneciendo! ¡Sigamos!”.
Ambos se levantaron y Matsumura se colocó en la misma postura anterior. El grabador, por su parte, decidido a finalizar esta vez su ataque, avanzó hacia su oponente, 3 metros, y allí se detuvo, incapaz de continuar, inmovilizado por la fuerza intangible que emanaba de los ojos de Matsumura. Sus propios ojos perdieron el brillo, fascinados por el resplandor de los de Matsumura. Al mismo tiempo, incapaz de apartar su vista de la de su oponente. Sabía que si se movía ocurriría algo terrible.
¿Cómo librarse de este hechizo? Repentinamente dio un grito, un kiai que sonó como un latigazo y retumbó a través del cementerio, siendo devuelto por el eco de las colinas próximas. Pero Matsumura permaneció inmóvil. Ante esto, el grabador retrocedió de nuevo espantado.
El maestro Matsumura sonrió: “¿Qué ocurre? ¿Por qué no atacas? No puedes pelear sólo con gritos”.
“No entiendo”, contestó. “Nunca había perdido un combate. Y ahora…”. Después de un momento de silencio levantó la cabeza y dijo a Matsumura: “Si, continuemos. El resultado del combate ya está decidido, lo sé, pero finalicémoslo. Si no fuese así perdería mi dignidad y antes prefiero morir. Te advierto, voy a atacarte con un sutemi (lo cual indicaba su deseo de luchar hasta el final)”.
“Bien”, contestó Matsumura. “Adelante”.
“Entonces te pido que me perdones”, dijo el artesano iniciando el ataque, pero en ese preciso momento, de la garganta de Matsumura surgió un grito que al grabador le sonó como un trueno. De la misma forma que la energía de su mirada lo había inmovilizado, el atronador grito de Matsumura lo paralizó. El artesano descubrió que no se podía mover, realizó un último y febril intento de comenzar el ataque, cayendo indefectiblemente al suelo, derrotado. Unos metros más allá, la cabeza de Matsumura se le apareció al postrado grabador nimbada por el sol naciente, como la de un antiguo dios exterminador de dragones y demonios.
“¡Me rindo!”, gritó el pobre artesano. “¡Me rindo!”.
“¡Qué!”, exclamó Matsumura, “esa no es la forma de hablar de un karateka”.
“¡Fue una locura desafiarte!”, dijo el grabador levantándose del suelo. ¡El resultado era obvio desde el primer momento. Me siento avergonzado. No hay punto de comparación entre tu saber y el mío”. “Nada de eso”, replicó Matsumura gentilmente. “Tu espíritu de lucha es excelente, y creo que posees un gran nivel de conocimiento. Si lucháramos ahora, me podrías vencer perfectamente”.
“Me adulas”, dijo el grabador. “El hecho es que me sentí absolutamente indefenso cuando te miré. Quedé tan espantado ante tus ojos que perdí totalmente el espíritu de lucha que tenía”.
La voz de Matsumura se tornó más suave cuando dijo: “Tal vez la diferencia entre nosotros estaba en que, mientras tú estabas decidido a ganar, yo lo estaba a morir si perdía. Esa fue la verdadera diferencia”.
“Escucha”, continuó. “Cuando ayer entré en tu tienda me sentía desgraciado porque el Hanshu me había reprendido. Cuando me desafiaste estaba preocupado por eso, pero una vez que me decidí a combatir todas mis preocupaciones desaparecieron repentinamente. Me di cuenta que estaba obsesionado por cosas sin importancia – con detalles técnicos, con la forma de enseñar, con adular al Hanshu -. Estaba preocupado por mantener un puesto”.
“Hoy soy un hombre más sabio que ayer. Soy un ser humano y como tal, una criatura vulnerable e imperfecta, después de morir regresaré a los elementos – a la tierra, el agua, el fuego, el viento, el aire -. La materia es ilusión. Todo es vanidad. Somos como la hierba, cómo los árboles del bosque, creaciones de Universo y el espíritu del Universo ni vive ni muere. La vanidad es el único obstáculo para la vida”.
Diciendo esto, guardó silencio. El grabador también permaneció callado, reflexionando sobre la lección que había recibido. A partir de entonces, cuando contaba esta historia a sus amigos, siempre describía a su oponente como un hombre verdaderamente grande.
Por lo que respecta a Matsumura, pronto recuperó el puesto de instructor personal del jefe del clan, el Hanshu.

Extraído del libro ‘Karate Do. Mi camino’ del maestro Gichin Funakoshi.


(*) Hanshu: Jefe del clan de la aristocracia de los territorios feudales, que floreció durante el periodo Edo.

viernes, 26 de febrero de 2016

EL CARNICERO Y EL SABIO

"Antiguamente, la faena de carnicero en oriente era considerada ruin y esta es la historia de un carnicero."

 Un carnicero vivía profundamente infeliz a causa de su ínfima ocupación. Todo el mundo le desdeñaba, maltratándole y ofendiéndole. Decidió visitar a un sabio conocido en todo el país para pedirle consejo. Éste le acogió afablemente y le reaseguró de que no había nada malo en ser carnicero y que, al contrario, tenía que sentirse orgulloso de su faena. También le dijo que él mismo también había hecho un examen para acceder al ministerio, pero había sido suspendido. Sin embargo por esto no se desalentaba. Contrariamente a lo que se hace, es nuestro deber trabajar llevando a cabo nuestras faenas con entusiasmo. Aconsejó pues el carnicero de que bendijera a los clientes con frases de auspicio y de bienaventuranza, incluso cuando éstos le tratasen mal. El carnicero siguió el consejo del sabio y, en poco tiempo, alcanzó un éxito estrepitoso. Sus modales gentiles y sus bendiciones persuadieron a la gente de que su carne llevaba buena suerte y que, incluso, podía curar enfermedades, por lo que los clientes empezaron a llegar hasta de otras provincias para comprar su carne. El carnicero se hizo riquísimo.


 Un día, paseando por el mercado, se topo con el sabio Maestro el cual, sentado en un puesto, vendía sus propios libros. Arrodillándose ante el artífice de su fortuna, le preguntó qué estuviera haciendo en ese lugar. El sabio dijo que había vuelto a intentar el examen sin lograr aprobar. Debido a que su familia estaba cayendo en la pobreza se había decidido a vender todos sus preciados libros para poder sobrevivir. El carnicero, consternado, replicó que, de haberlo sabido le habría por supuesto ayudado, ya que el dinero ya no era un problema para él. Fue así que, gracias a la ayuda del carnicero, el sabio, liberado de las preocupaciones del sustentamiento logró superar el examen para acceder a funciones públicas.
 Al cabo de unos años el sabio, ahora primer ministro, llegaba a la ciudad escoltado por sus soldados. Enterándose del hecho, el carnicero intentó acercarse a su Maestro y amigo llamándole de entre el bullicio para saludarle.

 Seguro de que el ministro le había visto, no se sorprendió por no haber sido recibido ante toda la multitud, ya que era consciente de que todavía era sola y simplemente un carnicero. Sin embargo, decidió visitar al amigo ministro más tarde, en el castillo, en la esperanza de poder finalmente coronar sus tres grandes sueños: hacer estudiar a su hijo, hacer vivir a su mujer como una respetable dama y librarse de la maldita faena de carnicero para siempre. Se dirigió pues al castillo del primer ministro para pedir audiencia, pero los guardias no le dejaron entrar. Sorprendido, recomendó a los centinelas de que refirieran al ministro de que su amigo el carnicero estaba esperando, dejando bien claro que le mencionaran su nombre y apellido. No obstante los soldados no solo no le dejaron entrar, sino que le echaron a patadas, amenazándole con que le arrestarían si volvía a presentarse. Incidentalmente, añadieron que el ministro afirmó no haber nunca oído ese nombre.

 Incrédulo y desconcertado, el carnicero volvió a su casa. Pero una vez llegado se encontró ante la sorpresa de ver su casa totalmente quemada y arrasada. Los vecinos le dijeron que había sido obra de los soldados del ministro y que probablemente su familia había muerto en el incendio. En aquel momento el odio y el rencor se apoderaron del carnicero al punto de llevarle a jurar venganza, a dedicar todas sus fuerzas para poder hacer justicia. Empezó entonces un camino hecho de durísimas pruebas para ser aceptado como discípulo de la más dura escuela de Artes Marciales de oriente y tras años de entrenamiento, humillaciones, privaciones y sacrificios increíbles sustentado únicamente por el poder del odio hacia su enemigo, se volvió invencible. Expertísimo en el arte de la guerra y de la estrategia, se convirtió en Maestro de espada, de lucha y de armas sin rivales.


 Fuerte de sus largos años de duro estudio y ejercicio realizados sólo por odio, volvió al castillo del primer ministro. Pidió audiencia de nuevo pero nuevamente fue rechazado. A este punto desenvainó la espada y se enfrentó a los soldados, que derrotó con facilidad pudiendo así llegar hasta la habitación del ministro. Con la espada mantenida alta sobre su cabeza, el carnicero de un formidable salto se acercó al ministro que estaba sentado inmóvil. Con ademán amenazante el carnicero sentenció entonces: "¿Ahora te acuerdas de mí?”Soy tu amigo el carnicero, he venido a tomar tu cabeza en signo de venganza." Sin embargo, el ministro, en lugar de temblar de miedo, sonrió contento y dijo: "Antes de matarme escúchame, este es el momento que he esperado desde hace muchos años, cuando te conocí solo eras un infeliz carnicero; ahora entras en mi casa como invencible Maestro, durante largos años me privé de tu amistad para verte crecer  hasta este punto." Seguidamente batió las manos dos veces. Una puerta corredera se abrió dejando entrar en la habitación un joven culto y apuesto el cual se arrodilló ante el carnicero llamándole "Padre". Salió a continuación una mujer elegante y cuidada que, vertiendo lágrimas de felicidad le llamó "Marido." Aturdido, el carnicero preguntó: "¿Cómo es posible?, tú destruiste mi familia cuando arrasaste mi casa hace años." El ministro le contestó mostrándole que ahora sus tres sueños estaban ahora coronados. El joven hijo había podido estudiar y la mujer había podido vivir como una dama y convertirse en una de ellas. Pero sobre todo, él, el carnicero, gracias al odio que le había motivado durante todos esos años, ya no era un carnicero, sino que se había convertido en un gran maestro de armas.


 Incrédulo el ex - carnicero lograba comprender lo sucedido solamente entonces. El primer ministro había constantemente tenido en cuenta sus anhelos y había hallado la manera de transformarlos en realidad. No le había regalado una nueva profesión, sino que, cosa mucho más importante, le había proporcionado la fuerza para crearse una por sí mismo.

 El equilibrio entre el amigo y el enemigo.

 Maestro Shin Dae Woung.

miércoles, 24 de febrero de 2016

UN CAMINO DE MIL MILLAS EMPIEZA CON UN PRIMER PASO...

A modo de presentación:
Le damos la bienvenida a nuestro blog sobre filosofía y sabiduría oriental. La idea de crearlo ha sido por y para el beneficio de la ética del Kung Fu y de las artes marciales. Esperamos, a través de nuestras líneas, informar de manera clara y coherente a todos nuestros lectores y seguidores y espero que sea de vuestro agrado, de lo contrario también es conveniente decir que estamos abiertos al debate. Somos un grupo trabajador, por lo que creo conveniente decir que lo que aquí en un futuro se expondrá es fruto y producto del tiempo de nuestro trabajo, por ello pedimos respeto y dejamos la puerta abierta a cualquier corrección y aclaración. Sabemos ser agradecidos, pues la educación se nos dio para gastarla, pero no inclinamos la cabeza ni rendimos pleitesía a nadie. Por último, quisiera dar las gracias a todas aquellas personas que desinteresadamente luchan por mantener viva nuestra asociación, la Asociación de Kung Fu / Wu Shu Dragón Rojo y a todos aquellos que nos apoyan en nuestra incesante lucha.


Reciban un cordial saludo.
Juan Manuel Ortega Pacheco
Presidente de la AKWDR.